Jhon Le Carré |
Le Carré, igual que su colega Patrick Modiano, fue el hijo de un padre desclasado, estafador, encantador, jugador y muy poco fiable en su afecto. Un mes, los Cornwell vivían como príncipes y al siguiente se iban del piso sin pagar el alquiler. La conclusión de Volar en círculos era que David John Moore Cornwell (el verdadero nombre del escritor, nacido en 1931) cargó con ese legado como una profecía siniestra que temía repetir.
El futuro escritor salió adelante como un intruso entre colegios privados y llegó a Oxford, donde se decantó por el idioma alemán como especialidad por culpa de un temperamento romántico y un interés por la literatura. La decisión tenía mucho de transgresión en el Reino Unido de la posguerra, pero también de aventura. Cornwell amplió sus estudios en Berna, dio clases en Eton y acabó por ser captado por el MI6, los servicios secretos en el extranjero del Reino Unido.
Puede que Cornwell/Le Carré haya sido el miembro más famoso del MI6 junto al infame y fascinante Kim Philby, pero ese honor atormentaba al escritor, como un recuerdo de la vida en fuga de su padre. Al servicio de la Corona, el escritor fue sólo un oficinista de tercera categoría, un redactor de informes sin acceso a la acción. De hecho, ese fracaso profesional fue el que llevó a que Le Carre empezara a escribir novelas de espías a partir de la información que había recibido en el trabajo.
Llamada para el muerto, la primera novela de Le Carre, apareció en 1961, cuando su autor tenía 30 años. Apenas son 200 páginas y tienen más de intriga policial que de novela de espías. Pero ya aparece por allí George Smiley, el héroe de algunas de las mejores novelas de Le Carré.
La imagen más conmovedora de Smiley está en La gente de Smiley, la novela de Le Carré de 1979, en la que su protagonista se enfrentaba directamente a su némesis, Karla, su equivalente en el KGB. Enfrentarse no significa en este caso una persecución por Macao; al contrario: Karla y Smiley apenas saben el uno del otro que existen, pero los dos buscan la información que pueda desactivar a su enemigo dando golpes a tientas, como dos boxeadores sonados en el décimo ring. Karla descubre la debilidad de Smiley: Anne. Pero Smiley también encuentra el resquicio personal por el que Karla acabará cayendo.
Smiley, inmortalizado para siempre por Gary Oldman en El topo, es el emblema de la obra de Le Carré, pero no su conclusión. De alguna manera, el antiguo oficinista del Circus (la sede del MI6) conservó sus contactos y disfrutó siempre de información lujosísima para construir sus novelas. En La chica del tambor, por ejemplo, entró en el conflicto de Oriente Próximo con una trama muy complicada de juegos de espejos, y, sobre todo con datos muy precisos sobre lo que era un campo de entrenamiento militar y sobre la complejidad de las relaciones entre las sectas libanesas. La casa Rusia era el mejor reportaje periodístico posible sobre la descomposición de la URSS. En El sastre de Panamá (su novela más Graham Greene) explicaba maravillosamente la tradición política de Estados Unidos en su trapaís latinoamericano. En El jardinero fiel tuvo la habilidad de desplazar la tensión desde el plano de los estados hasta el de las grandes corporaciones. Y hasta en sus últimas novelas, incluida la gibraltareña Una verdad delicada, se notaba que los ingredientes eran frescos, de primera mano.
La información y el análisis político eran los fuertes de Le Carré, igual que el rigor. En Volar en círculos contaba que una de sus primera novelas incluía una escena de acción (no abundaban enn sus textos) en Hong Kong, ciudad a la que nunca había viajado. Cuando Le Carré visitó la entonces colonia británica, descubrió aterrado que la escena que había ideado mirando mapas era imposible. Aquella pequeña chapuza lo martirizó durante años.
¿Y la literatura? No es fácil reconocer en las novelas de Le Carré al amante de la poesía alemana que estudiaba en Suiza en los años 50, pero eso no significa que sus textos no tuvieran algo diferente e intenso: los espacios cerrados, los personajes angustiados, la repetición eterna de batallas sin sentido... Con las novelas de Le Carré se podrían hacer un par de películas expresionistas. Él, en cambio, se pudo ir a Suiza, a vivir como el vividor que su padre pretendió ser. Primero le llegó el éxito, luego el prestigio y la influencia social.