Abadía de Fontevraud |
Luego llegaría Napoleón, su curioso salvador, al transformarla en la cárcel más dura y temible de Francia, haciendo que sus edificios no acabaran siendo carne de cantera, como pasó con la de Cluny. No en vano, la de Fontevraud se construyó con la elegante piedra de toba blanca típica de la zona, al igual que los castillos que dan fama al valle.
Empecemos por el principio, cuando Roberto d'Abrissel, un predicador con mucho don de gentes, logró crear la que aún es la abadía más grande de Europa (sus 14 hectáreas dan fe), en la que vivieron 900 personas. Había de todo ahí dentro: cuatro iglesias, monasterios, celdas, establos, cocinas... y una regla general: las mujeres trabajaban menos, comían mejor y bebían más vino.
¿Primera comuna feminista de la Historia? "Para nada, se buscaba que los hombres fueran directamente al cielo al morir tras haber sufrido tanto en vida por las mujeres", aclara Zoe Wozniak, guía del abadía, en la que hoy cohabitan un hotel, un restaurante, un bar, un centro de congresos, una residencia de artistas y hasta la necrópolis de los Plantagenet, benefactores y reyes de Inglaterra, donde reposan los restos de Leonor de Aquitania y Ricardo Corazón de León.
Con semejante plantel, el espacio, Patrimonio de la Unesco, recupera el fin por el que se construyó, ser "una ciudad ideal, pero en torno a la cultura". Es más, cuando dejó de funcionar como prisión en 1963, pasó a depender del Ministerio de Cultura, que lo convirtió en el Centro Cultural del Oeste. El último en sumarse a sus filas es el Museo de Arte Moderno, por fin inaugurado tras varios retrasos por la pandemia.
La nueva joya de 1.200 metros cuadrados tiene dos padres, Martine y Léon Cligman, una pareja de coleccionistas que han donado las 900 obras expuestas en la Fannerie, donde se almacenaba el heno junto a los caballos. Allí aguardan ahora piezas figurativas de los siglos XIX y XX de Toulouse-Lautrec, Degas, Rodin, André Derain o Juan Gris mezcladas con objetos de civilizaciones precolombinas, mesopotámicas, africanas u oceánicas como máscaras funerarias o esculturas antropomórficas.
Fuera, la oferta de Fontevraud sigue en su hotel de diseño y cuatro estrellas erigido en el priorato de "San Lázaro", en el que vivía la sección femenina de la abadía. Sus 54 habitaciones, de líneas depuradas y tonos claros, ocupan las antiguas celdas con vistas a los prados en los que se cuela de vez en cuando alguna oveja. Ni un ruido más, salvo el de las campanas que resuenan a lo lejos cada hora. Al llegar a la recepción, dejan claro que el hotel se rige por la capítulo 53 de la Regla de San Benito, un código de conducta del día a día monacal que copió D'Abrissel. ¿Palabra clave? Hospitalidad. "O el arte de recibir, cuidar y deleitar al huésped".
El desayuno se sirve en el refectorio y en la sala capitular con claustro, donde está el restaurante con estrella Michelin comandado por el chef Thibaut Ruggeri, quien plantea una "cocina de esencia" tirando de productos del Valle del Loira y, si se puede, del propio complejo. Ejemplo: las calabazas y el melón del huerto ecológico, protagonistas de un plato que combina con atún ahumado. Su carta, además, varía en función del ciclo de la luna, convencido de que ésta influye en los alimentos. Tras la cena, los huéspedes pueden disfrutar de un pase privado con nocturnidad y alevosía por la abadía con saludo incluido a los Plantagenet.