Pasear es una de las mejores formas de vivir. En los últimos años, la moda de hacer 10.000 pasos al día ha afianzado esa costumbre de salir al atardecer sencillamente «a dar una vuelta». Y pasear, desde el punto de vista turístico, implica conocer más profundamente las ciudades que visitamos. Descubrir su alma. Los franceses definieron esa actividad como flânerie. ¿Quién es un flâneur? Alguien que callejea sin un fin concreto, alguien que practica la ‘gastronomía de los ojos’.
Hace unos días, el periódico británico "The Guardian" eligió seis ciudades europeas especialmente atractivas para practicar esa buena costumbre del paseo. Su selección fue Berlín, Trieste (la ciudad italiana que tanto le gustó a James Joyce), Marsella, Lisboa, Copenhague... y Sevilla. Podrían haber sido otras las elegidas, más grandes o más pequeñas, más o menos conocidas, pero su listado es tan válido como cualquier otro para estos tiempos donde los turistas empiezan a planear nuevos viajes.
Berlín rebosa de novedades, desde su aeropuerto -el Berlín-Brandeburgo Willy Brandt, inaugurado hace un año- al soberbio Foro Humboldt, una de las construcciones más grandes de Europa, renovada tras una inversión millonaria, en la que ahora pueden verse piezas del Museo Etnológico y del Museo de Arte asiático, y exposiciones permanentes sobre los 800 años de historia del edificio y sobre los hermanos Humboldt. Solo por brujulear por las distintas ciudades, con sus distintas almas, que palpitan en Berlín merece la pena el viaje.
Trieste mira al mar (a orillas del mar Adriático, ya cerca de Eslovenia), y el paseo aquí tiene que ver con su litoral, con sus playas y estaciones balnearias. Fue (y es) una ciudad fronteriza. Cuando era frontera de la 'Italia romana', Augusto ordenó la construcción de la muralla. Como parte del imperio austrohúngaro, tuvo un enorme desarrollo. Del siglo XVIII es el barrio del Borgo Teresiano, imprescindible. Y desde el siglo XX, ya en el mapa de Italia, se ha consolidado por su diversidad: por allí pasean eslovenos, griegos, alemanes... y, por supuesto, italianos.
En Marsella (Francia), como en Trieste, siempre huele a mar, sobre todo los días de viento y lluvia, cuando las olas zarandean las pequeñas embarcaciones atracadas en el Puerto Viejo. Huele a sal, a noches de miedo en plena tormenta, a vidas difíciles. Desde ahí abajo, la basílica de Notre Dame de la Garde, construida en lo alto de una colina, siempre parece impresionante, como un asidero al que agarrarse, como el ojo que todo lo ve. Entre el puerto y esa basílica caben mil paseos, con buenas piernas para sortear el desnivel. Es también una ciudad de cafés. Y, como dice el periódico británico, algo desordenada, con zonas deprimidas y adineradas sin solución de continuidad, conflictiva e interesante.
En Lisboa el paseo va hacia arriba o hacia abajo por la Alfama (con sus callejuelas empedradas y toda una ruta de casas de fado), el Bairro Alto y el Chiado. Son difíciles (en el sentido de trabajosas) de caminar, estrechas, pero a cambio nos devuelven belleza, pequeños restaurantes donde comer muy bien, con un bacalao excelente, y rincones fotogénicos. Antes de la pandemia, la ciudad se quejaba de un turismo excesivo, como Oporto. En otoño, fuera de los puentes, todavía con buen tiempo, puede ser uno de los mejores sitios de Europa para practicar la flânerie.
El Nyhavn, el antiguo puerto de Copenhague, es la estampa típica de las postales, un puerto construido por Christian V en el siglo XVII. Hoy es un barrio dentro del centro de la ciudad, con sus casas rojas, verdes o amarillas, y se recorre fácilmente a pie. Hay embarcaciones antiguas restauradas, casas pintorescas y terrazas donde, eso sí, todo es caro. A unos 20 km, para ir en tren, está la casa de Karen Blixen, más conocida por su pseudónimo literario Isak Dinesen, la escritora que pasó a la posteridad por su libro 'Memorias de África' (1937).
Y, por último, en la selección de "The Guardian", aparece la capital andaluza. Los españoles sabemos de su magia, de su Semana Santa, de su alegría, de su tapeo y de algunos monumentos y plazas imprescindibles, como la catedral, el Real Alcázar, la cinematográfica Plaza de España o las fotogénicas setas, que cumplen su décimo aniversario. El periódico británico recomienda entrar en Triana por el Guadalquivir y dejarse llevar. Dicen que el barrio aumenta en belleza al anochecer, «cuando puedes tomar un fino o una cerveza fría en la orilla del río de la calle Betis antes de dirigirte a las entrañas del barrio para encontrar tapas y flamenco».