Aunque los romanos fueron los primeros en crear un sistema de identificación de las personas basado en tres nombres (tria nomina), lo cierto es que ese método desapareció en la Edad Media y no reapareció un sistema semejante hasta el siglo X, aunque siguió criterios distintos.
Los patricios del imperio romano querían distinguirse del resto y establecieron un sistema basado en el praenomen, el nomen y el cognomen. En realidad, el catálogo de praenomen era más bien limitado (unos 20), así que añadieron el nomen (que indicaba el linaje familiar) y el cognomen (una especie de apodo referido a alguna característica de la persona) para identificar correctamente a los individuos, particularmente a los notables que no querían ser confundidos con ningún otro. Y así surgieron nombres completos como el de Cayo Cornelio Galo, por poner un ejemplo.
Los griegos habían usado un sistema algo menos sofisticado consistente en añadir el lugar de origen al nombre para despejar dudas sobre quién es quién. Así, han pasado a nuestros días personajes como Tales de Mileto y Arquímedes de Siracusa.
Caído el imperio romano, la población mundial acostumbraba a vivir en pequeñas aldeas, por lo que no había gran necesidad de añadir completos a un simple nombre.
La explosión de las ciudades
Pero la situación cambió a partir del siglo XII como consecuencia del aumento demográfico, del desarrollo económico y de la necesidad de los mercaderes de establecerse en un lugar fijo. En ese momento las ciudades recobraron su importancia y con ellas surgió la necesidad de identificar correctamente a los ciudadanos.
En los antiguos reinos de España comenzaron a combinarse varias maneras de añadir un apellido al nombre y fueron los nobles, igual que en la antigua Roma, quienes primero quisieron distinguirse. Para ello comenzaron a usarse patronímicos, es decir, nombres derivados del padre como, por ejemplo, Álvarez, hijo de Álvaro.
Finalmente, y de forma espontánea, se comenzaron a fijar bastantes de estos apellidos de origen patronímico sin ya tener en cuenta el nombre del padre. Y así se establecieron los Martínez, Sánchez, Rodríguez, etcétera. Este tipo de apellidos se añadieron otros con otro origen, puesto que también se construyeron a partir de características físicas (Moreno, Delgado), oficios (Carnicero, Pastor, Herrero) y lugares de procedencia (Cuenca, Zaragoza, Ávila).
El adorno de los aristócratas
A finales de Edad Media toda la población ya tenía un apellido. Pero el problema es que a los aristócratas les molestaba llevar el mismo nombre y apellido que personas del vulgo, así que en el siglo XVII optaron por adornarse con un segundo apellido procedente de la madre usando una “y” entre ambos.
La costumbre se extendió en los virreinatos americanos de España, puesto que los criollos no querían ser menos. Y continuó extendiéndose por otras capas de la sociedad en la propia España. En torno al siglo XVIII ya era bastante común lo de tener dos apellidos, aunque en realidad no había documentación alguna que los registrara.
La oficialidad del registro civil
Esta circunstancia cambió en el siglo XIX con la fundación del Estado liberal, decidido a crear un censo de la población y a cobrar impuestos de los contribuyentes. En la segunda mitad de siglo se convierte en ley el registro civil de nombre y apellidos (1857).
Y a partir de ese instante queda establecido por norma que los hispanos tenemos dos apellidos, lo cual, entre otras cosas, nos permite distinguirnos mejor que a los anglosajones, alemanes e italianos (solo usan uno) y, además, dar reconocimiento a nuestra madre.